Las escuelas nacionalistas
LAS ESCUELAS
NACIONALISTAS
El nacionalismo es una consecuencia
natural del romanticismo. Uno de los caracteres esenciales del predominio burgués
en el siglo XIX fue el estudio del pasado anterior al Renacimiento. El
conocimiento de la historia medieval de cada país y su valoración positiva
suponía buscar los valores esenciales de cada nacionalidad; este factor
cultural, el historicismo, se traslada inmediatamente a la música en
aquellos países que quieren huir del agobiante peso formal de la música
romántica alemana o de la más fácil influencia de la ópera italiana. También
tiene su origen en el sentimiento de unidad y peculiaridad nacional que
despierta con las invasiones napoleónicas.
El nacionalismo musical buscará su
inspiración en el folklore o en las músicas del pasado. Sus temas preferidos
serán aquellos que afecten a la historia o a la cultura de cada país, y el
lenguaje musical se coloreará de “acentos nacionales”.
Podríamos señalar algunos antecedentes
sobre la utilización de materiales folklóricos en la música europea. En el caso
del romanticismo alemán pasan desapercibidos porque no oímos nada extraño;
tan dentro del compositor germano están sus lieder populares, sus länder
o sus valses.
En compositores como Chopin (recordemos
sus polonesas, evidentemente inspiradas en su país natal) o Liszt con
sus Rapsodias húngaras, estamos acercándonos a la esencia del movimiento
nacionalista. Este último, a causa de su apertura intelectual y su larga vida,
pudo simpatizar y ayudar a muchos compositores nacionalistas: Liszt puede ser
considerado como el precedente más inmediato del nacionalismo musical.
RUSIA
La primera escuela nacionalista surge en
Rusia gracias a la obra personal de un compositor: Mijail Glinka (1804-1857).
El enorme imperio logra recuperarse poco a poco del desastre producido por las
guerras contra Napoleón; aunque su cultura es totalmente europea hay un gusto
por lo popular y lo real que se detecta en sus novelistas y poetas.
Sobre este fondo, Glinka compone una ópera
de estructura italianizante pero coloreada con un argumento y unas melodías
totalmente “rusas”: La vida por el Zar, estrenada en 1836, logra un
éxito tan enorme que toda la música rusa posterior toma decididamente un giro
radical. Un segundo intento, Russlan y Ludmila (1842), sobre un texto
del gran escritor ruso Pushkin, consolida su nacionalismo y será fuente de
inspiración para otros compositores. Glinka, además, escribió obras para
orquesta, canciones y música de cámara en las que su formación europea se funde
con el folklore ruso.
La influencia de Glinka se desdobla en dos
caminos diferentes: el nacionalismo a ultranza y el nacionalismo fusionado a
formas más occidentales. La polémica estallará con frecuencia entre ambas
concepciones, que producen compositores muy estimables.
EL
NACIONALISMO “PURO”
La obra de Glinka es recogida y dotada del
máximo rigor por Dargomizsky (1813-1869), que llegó a ser director de la
Sociedad Imperial de Música. Sus dos obras más famosas son dos óperas sobre
texto de Pushkin, Rusalka (1856) y El convidado de piedra,
estrenada tras su muerte. En esta segunda, sobre todo, intenta renovar el
lenguaje musical para adaptarlo a las inflexiones de la lengua rusa:
desaparecen las divisiones “artificiales” entre recitativo y arias, y busca
algo totalmente diferente, el recitado continuo.
Aunque no tuvo mucho éxito popular,
propició, sin embargo, la obra de cinco compositores que comprendieron su
reforma: el llamado Grupo de los cinco. Su impulsor es Sergei Balakirev
(1836-1910), hábil sinfonista y propagador del grupo, que logra el patrocinio
de Liszt. César Cui es su técnico y crítico, y el menos dotado como compositor,
Alexis Borodin (1834-1887) es un extraordinario poeta musical que alía sin
esfuerzo la técnica occidental y el alma asiática rusa. Su poema sinfónico En
las estepas del Asia central, su célebre cuarteto para cuerdas, y su
ópera El príncipe Igor (de la que se desgajan con frecuencia sus
populares danzas polovtsianas) le han hecho muy estimado de los públicos
europeos.
Pero los dos compositores que completan el
grupo (Mussorgsky y Rimsky-Korsakof) tienen mucha más importancia:
Modest Musorgsky (1839-1881), es el más
genial compositor ruso. Dejó muy pronto su carrera militar para dedicarse a la
música. Su formación técnica no llegó a ser perfecta, pero fue el más dotado
artísticamente del grupo y de toda la música rusa. Intuitivamente su música
refleja con admirable realismo el alma de su pueblo. Su arte está lleno de vida
y de lirismo avasallador: es como un fenómeno de la naturaleza ante el cual hay
que doblegarse. Al mismo tiempo, su lenguaje – muchas veces balbuciente e
imperfecto – es un claro antecedente del impresionismo por su capacidad de
cambio continuado y de sorpresa.
Es autor de admirables ciclos de canciones
(El rincón de los niños, Cantos y danzas de la muerte…), del poema
sinfónico Una noche en el Monte Pelado, de las escenas para piano Cuadros
de una exposición (más tarde orquestadas por Rimsky y por Ravel). Pero su
obra cumbre es la ópera Boris Godunov, la obra maestra de la música
rusa. Está basada en una obra de Pushkin inspirada en la historia rusa. El
verdadero protagonista es el pueblo, expresado a través de unos coros
grandiosos y directos de una grandeza inimaginable. No consigue el mismo
triunfo en Kovanchina, aunque tiene páginas memorables.
Nicolai Rimsky-Korsakof (1844-1908), es el
polo contrario: menos dotado que Borodin o Mussorgsky, es un trabajador
ordenado e incansable que logra una técnica impecable, sobre todo en el manejo
de la orquesta. Escribe tratados (sobre armonía, sobre orquestación) que serán
estudiados por todos los compositores rusos posteriores, hasta el mismo
Stravinsky. Asimila las formas occidentales: es el primer nacionalista que
compone sinfonías y conciertos, muy influidos por Liszt. Su mejor obra
orquestal es Scheherezade, de rico colorido orquestal. Junto a ella se
colocan sus óperas (Sadko, El Zar Saltán). Sus relaciones con Mussorgsky
han sido enormemente discutidas: lo cierto es que le ayudó en la composición de
sus obras, se las orquestó en muchos casos y contribuyó a su triunfo.
EL NACIONALISMO
COSMOPOLITA
También herederos de Glinka, estos
compositores estarán más influidos por la música europea, con la que tienen
amplio contacto sin abandonar el “color local”. No forman grupo, como los
anteriores, sino que suceden aisladamente. Anton Rubinstein (1828-1894), fue un
extraordinario pianista que paseó por toda Europa su triunfo y compuso muchas
páginas para el piano, incluso cinco conciertos, además de sinfonías, 19 óperas…
Fue el compositor favorito de la Corte y, como fundador de la Sociedad Imperial
de Música y del Conservatorio Nacional, implanta en Rusia la técnica del
romanticismo alemán.
Piotr Illich Tchaikovsky (1840-1893), es
el compositor más importante entre los alejados de programas nacionalistas. Muy
en contacto con el sinfonismo postromántico, asimilando perfectamente a Liszt y
sus poemas sinfónicos, es, sin embargo, un compositor esencialmente ruso. Gran
sinfonista (escribió seis sinfonías, entre las cuales es especialmente célebre
la sexta, llamada patética), triunfa también el ballet (Cascanueces,
El lago de los cisnes…) y en la ópera (Eugenio Oneguin). Tchaikovsky
es un compositor de extraordinaria inventiva, con gran facilidad para cautivar
a los auditorios. Por eso, tal vez, desdeñado por los que no soportan que un
gran artista sea comprendido y querido de todos los públicos.
La escuela rusa se prolonga hasta nuestro
siglo con artistas interesantes aunque de segunda fila: Glazunov (1865-1936),
excelente músico de un sólido oficio, o Rachmaninov (1873-1943), excelente
pianista y compositor muy personal y distinguido. Entre todos ellos destaca la
figura originalísima de Scriabin (1872-1915), un incansable renovador del
lenguaje armónico que tanto en el piano como en la orquesta (Poema del
éxtasis, Prometeo) se adelanta a su tiempo.
CHECOSLOVAQUIA
Praga era
desde el siglo XVIII un gran foco de cultura musical, pero dependiendo de Viena
o de la ópera italiana. Los músicos checos, algunos muy estimables, no tienen
personalidad propia. Pero la lucha por la independencia del Imperio Austriaco
se convierte en nacionalismo musical con la figura de Bedrich Smetana
(1829-1884), cuyas óperas (La novia vendida, 1886), al fomentar los
sentimientos nacionales, se estrenaron tumultuosamente. De su obra orquestal
sobresalen los seis poemas sinfónicos que bajo el título general de Mi
patria compuso entre 1874-1879; es muy célebre el titulado Moldava, el
nombre del río “nacional”.
Anton Dvorak (1841-1904), continúa la
tradición inaugurada por Smetana, pero tal vez su amistad con Brahms le lleva a
cultivar las formas del posromanticismo europeo: sinfonías y música de cámara.
En ellos, sin embargo, está el folklore de su país, milagrosamente fundido con
estructuras europeas. Tras su estancia en Nueva York incorpora no el folklore,
pero sí el espíritu de aquellas tierras a sus sinfonías (Nuevo Mundo) o
cuartetos (Cuarteto americano). Compositor de gran facilidad y nobleza,
es muy popular aún en nuestros días.
Con Leos Janacek (1854-1928) el
nacionalismo checo renueva su lenguaje siendo fiel a la tradición. Sólo después
de su muerte Europa ha sabido apreciar sus armonías salvajes y rudas, que dan
sabor local a sus óperas (Katya Kabanova), a su música orquestal (Taras
Bulba), o a su Misa Glagolítica.
LOS PAÍSES
ESCANDINAVOS
Durante el siglo XIX Noruega
intenta conseguir su independencia frente a Suecia. Tal vez esa lucha, que no
logra resultados definitivos hasta 1905, contribuye a un renacimiento literario
y musical que une a sus dos más claros representantes: Ibsen y Grieg. Para una
obra del dramaturgo, Peer Gynt, compone Grieg música de fondo, y se
convierte en la obra maestra del nacionalismo noruego. Edward Grieg
(1843-1907), tuvo una formación germánica, y fue especialmente protegido por
Liszt. Su concierto para piano, aún célebre, rezuma la influencia de
Schumann. Pero en su piano intimista y en sus canciones logra fundir la
herencia romántica con el sabor de su país.
Suecia, que tiene dos compositores
interesantes a lo largo del siglo (Berwald, 1796-1868, y Söderman, 1832-1876),
no da nombres de primera fila al movimiento nacionalista.
Dinamarca se incorpora a la tradición
europea con Niels Gade (1817-1890), que trabaja con Mendelssohn en Leipzig y
tiñe su enorme producción de leves acentos nacionalistas. Su discípulo Carl
Nielsen (1859-1931) prosigue su labor sinfónica, pero desde un matiz más
autóctono y personal.
Finlandia. El sentimiento nacional
contra Rusia, de la que no logra independizarse hasta 1917, es también el motor
de la vida literaria y musical finlandesa. El único de sus músicos cuya fama
logra traspasar sus fronteras es Jan Sibelius (1865-1957). Su formación
germánica no impide un sentimiento nacional que no utiliza el folklore concreto
de su país, pero lo refleja admirablemente. Su poema Finlandia, sus
leyendas finlandesas (El Cisne de Tuonela) o sus sinfonías denotan a un
músico de talento fecundado por el sentimiento de la patria.
HUNGRÍA
Si bien Hungría fue – como España – uno de
los países inspiradores del romanticismo europeo (Rapsodias húngaras, de
Liszt; Danzas húngaras, de Brahms, etc…), no dio auténticos músicos
nacionalistas hasta los comienzos del siglo XX. A finales de siglo comienzan a
recopilarse con criterio científico las muestras del auténtico folklore
húngaro, y compositores como Bela Bartok (1881-1945), o Zoltan Kodaly
(1882-1967), beberán en esas fuentes y en la de los países vecinos (Rumania,
Checoslovaquia…). Pero a estos dos compositores los estudiaremos en el siglo
XX, del que son – sobre todo Bartok – extraordinarios ejemplos de renovación y
valentía.
(Texto
tomado de: Música y Sociedad – Torres y otros)
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