La ópera del siglo XIX

 VERDI

     La personalidad y el éxito que obtuvo Giuseppe Verdi (1813-1901), desde sus primeras producciones, se entroncan muy directamente con la historia italiana. Ferviente partidario de la unidad nacional, los coros de sus óperas, que cantaban a la libertad y a la fraternidad (Nabucco, Vísperas sicilianas, La batalla de Legnano), se convirtieron pronto en exaltados cantos patrióticos.

     Verdi era un hombre de teatro nato y además, como hijo de aldeano, conocía perfectamente la música popular de las diversiones provincianas; esto, unido a un talento singular y a una sinceridad expresiva poco común, le proporcionó una comunicación especialmente estrecha con su público.

     Los temas que escoge para sus dramas fueron fundamentalmente historias trágicas o heroicas, a menudo algo simplonas e inverosímiles, pero que él salvó en parte gracias a su habilidad para pintar los caracteres individuales. Su gusto por Shakespeare está de manifiesto en las tres óperas que sobre obras suyas compuso: Macbeth, Otello y Falstaff, en las que -sobre todo en esta última- advertimos lo próximos que estaban ambos genios.

     Verdi se muestra en una primera etapa deudor de la gran ópera de Meyerbeer y de la disposición rossiniana de arias y recitativos [I Lombardi (1843), Ernani (1844), Attila (1846)]. Posteriormente, a partir tal vez de Luisa Miller (1849), busca un estilo más personal, procurando asimilar las nuevas tendencias, pero sin renunciar a su peculiar carácter mediterráneo, del que él se sentía muy consciente.

     Lo mucho de trivial que encontramos en sus obras no nos debe hacer dudar de su sinceridad artística. El abismo existente entre los coros de un Bellini y algunos de los de Verdi es enorme, aunque unos y otros puedan parecernos igualmente convencionales; aquél rinde tributo a la tradición, al hábito, mientras éste expresa su convicción de la mejor manera que encuentra en cada momento.

     Con Rigoletto (1851), El Trovador y La Traviata (1853), Verdi alcanza una madurez y una popularidad completas. Se advierte en él una continua preocupación por hacer de la música una ilustradora fiel de la acción; esto le acerca a Wagner, si bien su talento dramático es superior al del autor de la Tetralogía.

     Verdi ha alcanzado un estilo rico en contrastes, brillante, pero pobre en cuanto a la evolución de la ópera: separación de las escenas, mediocridad de la orquestación, concesiones al virtuosismo… Lo verdaderamente sorprendente es que, tras una carrera tan larga (unas 20 óperas en apenas 15 años), la obra de Verdi apenas ha comenzado. Su gloria comienza ahora.

     Pero no sin titubeos, esfuerzos y fracasos, reelaboración de los libretos, nuevas escrituras de obras ya triunfantes… Los hitos de esta evolución pueden ser La forza del destino (1862), Aida (1871) y Don Carlo (segunda versión de 1884). Y todavía queda su fecunda ancianidad, rarísimas veces alcanzada en la historia del arte de todos los tiempos.

     La cumbre de su producción se halla en Otello (1887) y en Falstaff (1893), obras que prueban la versatilidad de su ingenio y sus asombrosas facultades. En esta última, Verdi abandona la estructuración tradicional de recitativos y arias, mostrándose también como un genial humorista.

     Es evidente la asimilación de las teorías wagnerianas, pero entroncadas en un estilo personal y en una tradición latina abandonadas. Verdi se constituye así en uno de los más altos compositores del siglo XIX y de toda la historia del drama musical.

     Verdi encontró en Arrigo Boito (1842-1918) un espléndido colaborador, como libretista de varias de sus óperas. Fue así mismo un compositor muy notable. En Mefistófeles y Nerón se sitúa a medio camino entre Verdi y el movimiento <<verista>>.

     El verismo se emparenta con la novela naturalista del siglo XIX, cuyo principal representante en Italia es Giovanni Verga. El naturalismo literario busca una descripción realista tanto del individuo como de la sociedad que le rodea: el hombre, en su entorno sociológico, es el objetivo primordial de esta tendencia.

     Pero el lector novelístico no es igual que el público de ópera: para hacer pasar esos tragos de cruda realidad, el compositor verista deberá suavizar las situaciones más descarnadas mediante efectos melodramáticos o melodías sentimentales.

     Pietro Mascagni (1863-1945), con Cavalleria rusticana -Honor rústico-, y Ruggiero Leoncavallo (1858-1919), con I Pagliacci -Payasos-, son los dos autores más representativos. Ambas óperas, breves, de un solo acto, alcanzaron gran éxito por su intensidad dramática y sus indudables aciertos musicales al pintar emociones primarias (amor, celos, venganza) en un ambiente rural.

     A Giacomo Puccini (1858-1924) se le suele situar también dentro del verismo y, efectivamente, algunas de sus obras participan de los caracteres típicos de este movimiento; pero se halla más cerca de la ópera lírica francesa y en sus últimas obras, escritas ya a comienzos de nuestro siglo, manifiesta una notable modernidad que lo encuadra en el llamado segundo postromanticismo, junto a Richard Strauss o Gustav Mahler. La personalidad de Puccini destaca, sobre todo por su habilidad pare crear atmósfera (La Boheme) o por su descripción de personajes (Tosca). En Gianni Schicchi hace gala de un humorismo que lo acerca a Verdi, en tanto que Turandot, ópera que dejó incompleta, nos introduce en un mundo de fábula oriental; esta obra constituye el punto culminante de su creación y es por su avanzado lenguaje una prueba incontestable de la voluntad de Puccini por hacer evolucionar el género operístico.



PAISES ESLAVOS

     Los compositores rusos del siglo XIX van a aprovechar su patrimonio folklórico y espiritual para rebelarse contra la colonización cultural de que eran objeto a través de sus clases dirigentes. La vieja aristocracia rusa, con su turbulento pasado, y el campesinado constituían elementos muy sugerentes para aquellos que deseaban hacer una ópera auténticamente nacional.

     Mijail Glinka (1804-1857), con Una vida por el Zar y Russlan y Ludmila, basada en un cuento fantástico de Pushkin, es considerado como el <<padre de la música rusa>>.

     Dentro del llamado grupo de los cinco destaca Alexander Borodin (1833-1887), autor de El príncipe Igor, que cultiva un estilo muy colorista acorde con su origen caucásico, y Nicolai Rimsky-Korsakoff (1844-1908), que en sus óperas Sadko, La doncella de la nieve y El gallo de oro nos sumerge en un ambiente de fantasía oriental de gran poder evocativo.

     De este grupo, sin duda, la personalidad más representativa es Modest Mussorgsky (1839-1891), quien compensa sus posibles lagunas de formación con una fuerza descriptiva y un novedoso lenguaje armónico de gran eficacia. En Boris Godunov, gigantesco fresco musical elaborado sobre el drama histórico de Pushkin, Mussorgsky presenta una serie de momentos en los que, sucesivamente, desfilan ante nuestros ojos el aterrorizado Zar Boris, escenas tabernarias, dúos de amor, imponentes coros y un abigarrado conjunto de elementos cuyo centro se halla en el pueblo ruso, verdadero protagonista, representado por un hombre sencillo de espíritu que cierra la obra con su famosa frase llena de presagios: <<Llora, llora, buen pueblo ruso.>>

     Una finura psicológica similar encontramos en Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893), unida a su delicadísimo sentido de la instrumentación. Tanto Eugenio Oneguin como La dama de los tres naipes se basan en relatos también de Pushkin y merecen frecuentes representaciones.

     La larga tradición musical de Bohemia cristalizó en la persona a Bedrich Smetana (1824-1884), discípulo de Liszt, que en sus óperas cómicas aprovecha materiales folklóricos en brillantes escenas populares y animadas danzas. La novia vendida y Dalibor son sus títulos más representativos. Leos Janacek (1854-1928), gran conocedor de los cantos de su tierra, logra en Jenufa un cuadro del más intenso <<verismo>>.

Tomado de: Música y sociedad (Torres y otros)

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