La ópera del siglo XIX
VERDI
Verdi era un hombre de teatro nato y
además, como hijo de aldeano, conocía perfectamente la música popular de las
diversiones provincianas; esto, unido a un talento singular y a una sinceridad
expresiva poco común, le proporcionó una comunicación especialmente estrecha
con su público.
Los temas que escoge para sus dramas
fueron fundamentalmente historias trágicas o heroicas, a menudo algo simplonas
e inverosímiles, pero que él salvó en parte gracias a su habilidad para pintar
los caracteres individuales. Su gusto por Shakespeare está de manifiesto en las
tres óperas que sobre obras suyas compuso: Macbeth, Otello y
Falstaff, en las que -sobre todo en esta última- advertimos lo próximos que
estaban ambos genios.
Verdi se muestra en una primera etapa
deudor de la gran ópera de Meyerbeer y de la disposición rossiniana de arias y
recitativos [I Lombardi (1843), Ernani (1844), Attila (1846)].
Posteriormente, a partir tal vez de Luisa Miller (1849), busca un estilo
más personal, procurando asimilar las nuevas tendencias, pero sin renunciar a
su peculiar carácter mediterráneo, del que él se sentía muy consciente.
Lo mucho de trivial que encontramos en sus
obras no nos debe hacer dudar de su sinceridad artística. El abismo existente
entre los coros de un Bellini y algunos de los de Verdi es enorme, aunque unos
y otros puedan parecernos igualmente convencionales; aquél rinde tributo a la
tradición, al hábito, mientras éste expresa su convicción de la mejor manera
que encuentra en cada momento.
Con Rigoletto (1851), El
Trovador y La Traviata (1853), Verdi alcanza una madurez y una
popularidad completas. Se advierte en él una continua preocupación por hacer de
la música una ilustradora fiel de la acción; esto le acerca a Wagner, si bien
su talento dramático es superior al del autor de la Tetralogía.
Verdi ha alcanzado un estilo rico en
contrastes, brillante, pero pobre en cuanto a la evolución de la ópera:
separación de las escenas, mediocridad de la orquestación, concesiones al
virtuosismo… Lo verdaderamente sorprendente es que, tras una carrera tan larga
(unas 20 óperas en apenas 15 años), la obra de Verdi apenas ha comenzado. Su
gloria comienza ahora.
Pero no sin titubeos, esfuerzos y
fracasos, reelaboración de los libretos, nuevas escrituras de obras ya
triunfantes… Los hitos de esta evolución pueden ser La forza del destino (1862),
Aida (1871) y Don Carlo (segunda versión de 1884). Y todavía
queda su fecunda ancianidad, rarísimas veces alcanzada en la historia del arte
de todos los tiempos.
La cumbre de su producción se halla en Otello
(1887) y en Falstaff (1893), obras que prueban la versatilidad de su
ingenio y sus asombrosas facultades. En esta última, Verdi abandona la
estructuración tradicional de recitativos y arias, mostrándose también como un
genial humorista.
Es evidente la asimilación de las teorías
wagnerianas, pero entroncadas en un estilo personal y en una tradición latina
abandonadas. Verdi se constituye así en uno de los más altos compositores del
siglo XIX y de toda la historia del drama musical.
Verdi encontró en Arrigo Boito (1842-1918)
un espléndido colaborador, como libretista de varias de sus óperas. Fue así
mismo un compositor muy notable. En Mefistófeles y Nerón se sitúa
a medio camino entre Verdi y el movimiento <<verista>>.
El verismo se emparenta con la
novela naturalista del siglo XIX, cuyo principal representante en Italia es
Giovanni Verga. El naturalismo literario busca una descripción realista tanto
del individuo como de la sociedad que le rodea: el hombre, en su entorno
sociológico, es el objetivo primordial de esta tendencia.
Pero el lector novelístico no es igual que
el público de ópera: para hacer pasar esos tragos de cruda realidad, el
compositor verista deberá suavizar las situaciones más descarnadas mediante
efectos melodramáticos o melodías sentimentales.
Pietro Mascagni (1863-1945), con Cavalleria
rusticana -Honor rústico-, y Ruggiero Leoncavallo (1858-1919), con I
Pagliacci -Payasos-, son los dos autores más representativos. Ambas óperas,
breves, de un solo acto, alcanzaron gran éxito por su intensidad dramática y
sus indudables aciertos musicales al pintar emociones primarias (amor, celos,
venganza) en un ambiente rural.
A Giacomo Puccini (1858-1924) se le suele
situar también dentro del verismo y, efectivamente, algunas de sus obras
participan de los caracteres típicos de este movimiento; pero se halla más
cerca de la ópera lírica francesa y en sus últimas obras, escritas ya a
comienzos de nuestro siglo, manifiesta una notable modernidad que lo encuadra
en el llamado segundo postromanticismo, junto a Richard Strauss o Gustav
Mahler. La personalidad de Puccini destaca, sobre todo por su habilidad pare
crear atmósfera (La Boheme) o por su descripción de personajes (Tosca).
En Gianni Schicchi hace gala de un humorismo que lo acerca a Verdi, en
tanto que Turandot, ópera que dejó incompleta, nos introduce en un mundo
de fábula oriental; esta obra constituye el punto culminante de su creación y
es por su avanzado lenguaje una prueba incontestable de la voluntad de Puccini
por hacer evolucionar el género operístico.
PAISES
ESLAVOS
Los compositores rusos del siglo XIX van a
aprovechar su patrimonio folklórico y espiritual para rebelarse contra la
colonización cultural de que eran objeto a través de sus clases dirigentes. La
vieja aristocracia rusa, con su turbulento pasado, y el campesinado constituían
elementos muy sugerentes para aquellos que deseaban hacer una ópera
auténticamente nacional.
Mijail Glinka (1804-1857), con Una vida
por el Zar y Russlan y Ludmila, basada en un cuento fantástico de
Pushkin, es considerado como el <<padre de la música rusa>>.
Dentro del llamado grupo de los cinco
destaca Alexander Borodin (1833-1887), autor de El príncipe Igor, que
cultiva un estilo muy colorista acorde con su origen caucásico, y Nicolai
Rimsky-Korsakoff (1844-1908), que en sus óperas Sadko, La doncella de la
nieve y El gallo de oro nos sumerge en un ambiente de fantasía
oriental de gran poder evocativo.
De este grupo, sin duda, la personalidad
más representativa es Modest Mussorgsky (1839-1891), quien compensa sus
posibles lagunas de formación con una fuerza descriptiva y un novedoso lenguaje
armónico de gran eficacia. En Boris Godunov, gigantesco fresco musical
elaborado sobre el drama histórico de Pushkin, Mussorgsky presenta una serie de
momentos en los que, sucesivamente, desfilan ante nuestros ojos el aterrorizado
Zar Boris, escenas tabernarias, dúos de amor, imponentes coros y un abigarrado
conjunto de elementos cuyo centro se halla en el pueblo ruso, verdadero
protagonista, representado por un hombre sencillo de espíritu que cierra la
obra con su famosa frase llena de presagios: <<Llora, llora, buen
pueblo ruso.>>
Una finura psicológica similar encontramos
en Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893), unida a su delicadísimo sentido de la
instrumentación. Tanto Eugenio Oneguin como La dama de los tres
naipes se basan en relatos también de Pushkin y merecen frecuentes
representaciones.
La larga tradición musical de Bohemia
cristalizó en la persona a Bedrich Smetana (1824-1884), discípulo de Liszt, que
en sus óperas cómicas aprovecha materiales folklóricos en brillantes escenas
populares y animadas danzas. La novia vendida y Dalibor son sus
títulos más representativos. Leos Janacek (1854-1928), gran conocedor de los
cantos de su tierra, logra en Jenufa un cuadro del más intenso
<<verismo>>.
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