Beethoven, la plenitud del sinfonismo (Parte 2)
Beethoven: La vida
Ludwig van Beethoven nació en Bonn el 16 de noviembre de 1770, en el seno de una modesta familia de origen flamenco. Su padre, cantor de la Capilla de Bonn, le dio las primeras lecciones de piano, violín y flauta, que Beethoven asimiló rápidamente, progresando en su aprendizaje hasta el punto de conseguir a los diecisiete años una pensión para estudiar en Viena, donde tuvo ocasión de conocer a Mozart.
Por desgracia, hubo de regresar en seguida a Bonn a causa de la muerte de su madre y de la precaria situación de su familia, pero en 1792 marcha de nuevo a Viena y estudia con varios maestros, entre ellos Haydn. Allí pronto se hace valer como pianista brillante y excelente improvisador, lo que le abre las puertas de los mejores palacios de Viena; compone varias obras menores y sus primeras sonatas, y en 1800 estrena su primera sinfonía. La vida le sonríe y sólo se ve ensombrecida por sucesivos desengaños amorosos.
Pero a finales de 1801 se presentan los primeros síntomas de la más espantosa dolencia que un músico puede sufrir: la sordera. Una profunda crisis personal, de la que nos queda testimonio en el Testamento escrito en Heilegenstadt, le pone al borde del suicidio.
Superado su abatimiento, se dedica intensamente a la producción musical, concibiendo obras cada vez más ambiciosas; el primer resultado es la Tercera sinfonía, dedicada en principio a Napoleón, aunque más tarde el propio Beethoven borró la dedicatoria cuando aquél se proclamó Emperador. Al año siguiente, en 1804, compone algunas de sus más famosas sonatas y estrena su única ópera, Fidelio, y en los años siguientes se suceden los conciertos y las sinfonías, hasta 1812, que es la fecha de composición de la Octava.
Todo indica que Beethoven ha alcanzado la plenitud y su gloria se halla en un momento culminante. Sin embargo, la personalidad del músico sufre por la casi total incomunicación a que se ve sometido; vive en una dolorosa soledad, pues fracasaron todos sus intentos matrimoniales, y, además, la tutoría de un sobrino díscolo, a quien quiere entrañablemente, sólo le proporciona sinsabores y quebrantos económicos. Parecen aliarse las dificultades materiales y el padecimiento físico con un intenso dolor moral; el republicanismo militante de Beethoven, su fe en la libertad y en la dignidad humana, que le habían llevado a tratar con altanería a los príncipes y nobles, se hunden con la reimplantación en 1814, tras el Congreso de Viena, de los gobiernos reaccionarios. Su aislamiento de la sociedad se acentúa con la incomprensión de su genio, ahora preocupado por encontrar una comunicación trascendente, y por su sordera absoluta, que para entenderse con los demás le obliga a recurrir a la escritura a través de sus célebres “cuadernos de conversación”.
Reconcentrado sobre sí mismo, decepcionado por un pueblo que no le comprende y una aristocracia para la que sólo es un insolente artesano, Beethoven pasa largos años sin hacer apenas música de interés. Parece que su inspiración se ha ido apagando, pero él trabaja en sus más grandes obras maestras; la Misa solemne, la Novena sinfonía y los últimos cuartetos, que dará a conocer entre 1824 y 1826.
El 27 de marzo de 1827 moría Beethoven en Viena, a los cincuenta y seis años, tras avanzar en solitario, consciente de su genio, por vías de expresión artística y humana, que sólo varias generaciones después fueron exploradas. Si su figura humana procede directamente del clasicismo ilustrado, su voluntad de sobreponerse a la adversidad, su inmensa fuerza creadora y la orgullosa consciencia de su mérito genial le convierten de hecho en el primer romántico.
Beethoven: La obra
En su primer periodo, la obra de Beethoven parte de los esquemas clásicos, pero haciendo oír en ella una voz inconfundiblemente personal, que está presente incluso en sus composiciones juveniles. La herencia orquestal del clasicismo vienés y las estructuras formales consolidadas en ese período (sonata, sinfonía, etc.) son para él algo dinámico que inmediatamente va a transformarse en sus manos: característica permanente de toda su música es que desconcertó siempre a quienes la escucharon por primera vez, a causa de sus atrevidas innovaciones.
La sonata, el gran procedimiento “dramático” de expresión musical, se modifica profundamente en la obra beethoveniana. En algunas composiciones para piano, el nombre de “sonata, quasi una fantasía” indica claramente la libertad de tratamiento, en que se incluye el cambio en el orden de los tiempos y la dilatada extensión de sus proporciones, dando especial importancia a los desarrollos y convirtiendo los movimientos finales no ya en mera recapitulación, sino en auténtica culminación de todo el proceso tonal y dramático formulado a lo largo de la obra.
Con ello, Beethoven convirtió la sonata en principio formal absolutamente abierto a la expresión personal, acercando su desarrollo a la forma natural de un proceso psicológico.
Aplicado a las sinfonías, el procedimiento alcanza dimensiones verdaderamente grandiosas, potenciadas por una formidable capacidad de desarrollo temático característica de Beethoven. Peculiar también es su energía rítmica y un sabio juego emocional de contrastes. La inconfundible virilidad que preside sus obras (Tercera y Quinta sinfonías, cuarto concierto de piano, etc.) no está reñida con un sentimiento lírico de singular ternura; la imagen tópica de la colosal energía beethoveniana tiene su contrapartida en ese delicado melodismo lleno de resonancias íntimas, como los movimientos lentos de muchas de las sonatas y cuartetos, el segundo movimiento de la Sexta sinfonía o el tercero de la Novena.
La actitud exterior y el espíritu interno se ponen así igualmente de manifiesto en la obra de Beethoven: la rebeldía y la lucha que aniquilan los últimos vestigios de las formas galantes aparecen junto con la sosegada expansión lírica del nuevo hombre surgido de la Revolución que se sabe libre y hermano de todos los hombres.
Lo que en posteriores compositores del romanticismo avanzado no será otra cosa sino exagerados rasgos tópicos, en Beethoven se presenta con una conmovedora sinceridad, como fiel retrato expresivo de su personalidad prometeica, que, por primera vez en la historia, convierte su obra musical en vehículo ideológico y testimonio de una época y una situación social, liberando al compositor de su tradicional condición de lacayo.
La producción de Beethoven se cifra en treinta y dos sonatas para piano, diecisiete cuartetos, diez sonatas para violín y piano, una ópera (Fidelio), un oratorio (Cristo en el Monte de los Olivos), nueve sinfonías, cinco conciertos para piano y orquesta, uno para violín y otro triple para violín, violonchelo y piano, además de dos Misas, varias oberturas, variaciones, romanzas, canciones, tríos, etc.
De todo ello, acaso lo más conocido sean sus sinfonías. Si las dos primeras se mantienen próximas a la órbita musical de Haydn, la Tercera, compuesta en 1803, revela ya todo su genio al construir todo el primer movimiento partiendo de las simples notas de un acorde. Pero la asombrosa capacidad beethoveniana de desarrollo temático se expresa de forma grandiosa en la Quinta sinfonía (1807), en que gira en torno a un conocido motivo de tan sólo cuatro notas; para colmo, las tres primeras son idénticas.
El lirismo campestre de la Sexta, la apoteosis rítmica de la Séptima y la elegancia desenfadada de la Octava culminan en la más ambiciosa obra musical concebida hasa entonces: la Novena sinfonía, para la que, por vez primera en la todavía corta historia de la música sinfónica, intriduce en el último movimiento un colosal conjunto de voces que cantan la alegría del hombre libre.
Pero, aunque las sinfonías nos las muestren de manera más espectacular, las audacias expresivas de Beethoven se reflejan con toda limpieza en sus sonatas para piano y, sobre todo, en los cuartetos de cuerda, a cuya composición dedicó los últimos años de su vida y en los que se condensa toda la fuerza creadora de su espíritu, particularmente en los cinco últimos - opus 127 a 135 -, donde la intimidad y vehemencia expresiva llegan a extremos de la mayor emoción.
Los contemporáneos
La figura gigante de Beethoven aventaja a todos los demás músicos contemporáneos, pero eso no debe hacer que nos olvidemos de ellos, pues en algunos se dan ya los rasgos básicos de evolución que Beethoven llevará a su madurez, mientras que otros sirven de puente en sus respectivos países entre el clasicismo y el romanticismo.
La tradición italiana tuvo una figura importante en Muzio Clemente (1752-1832), aunque pasó parte de su vida en Inglaterra y el resto viajando por Europa; brillante intérprete, él fue quien sistematizó la técnica del piano con su célebre tratado “Gradus ad Parnassum”, además de componer 20 sinfonías, un concierto para piano y 106 sonatas para este instrumento, verdaderos modelos de estructura y antecedentes inmediatos de las composiciones beethovenianas del mismo género.
En esta época se produce un cambio en el centro de atención musical que de París se desplaza a Viena. No obstante, la música francesa mantiene cierta importancia con músicos como Francois Joseph Gossec (1734-1829), que se adelanta a Beethoven en un renovador empleo de la orquesta, siendo autor de 60 sinfonías y varias óperas.
La ópera francesa después de la Revolución, continuadora de la reforma de Gluck, se caracteriza por lo popular de su melodismo y su tendencia moralizante. Su mejor representante es Gasparo Spontini (1774-1851), italiano de origen, pero nacionalizado francés, de cuya abundante producción apenas se recuerdan hoy obras como La Vestal, o Hernán Cortés, de carácter convencionalmente histórico. También italiano, Luigi Cherubini (1760-1842) se instaló en París en 1787, donde compuso óperas de estilo grave y algo frío, aunque dotado de gran intensidad dramática que influyó notablemente en muchos compositores, obteniendo su admiración y reconocimiento, entre ellos Beethoven.
En Viena fue director del Conservatorio otro italiano, Antonio Salieri (1750-1852), de quien Beethoven y Schubert fueron discípulos. Autor de varias óperas, misas y conciertos para piano, Salieri, que fue rival de Mozart, pertenece más al período clásico, a cuyos postulados estéticos permaneció fiel.
Distinta tendencia encontramos en Ludwig Spohr (1784-1851), director de orquesta famoso en su época y compositor de talento que enlaza la herencia mozartiana con las fórmulas románticas más próximas a la tradición clásica.
De esta época son también Carl Maria von Weber y Franz Schubert, que, por su orientación ya plenamente romántica, serán tratados en el siguiente capítulo.
En España hay que mencionar al bilbaíno Juan Crisóstomo Arriaga (1806-1826), alumno de Cherubini, quien le consideraba como un “Mozart español” por su precocidad. Su prematura muerte, a los vinte años, frustró una interesante promesa, cuyos cuartetos alcanzan una perfección que les permite parangonarse con los de Haydn. Es también autor de música escénica y una sinfonía que anuncia detalles románticos.
Tomado de: Música y Sociedad de Jacinto Torres, Antonio Gallego y Luis Álvarez
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